Las palabras: partículas de significado, cuyo propósito ha quedado sujeto al pobre devenir de los
días, sin duda tienen mucho más que ofrecer que ese simple objetivo, ya innato en el habla del
hombre.
Cada vez más ajena a nuestro léxico, resulta tantas veces irrisoria, y hasta descaradamente
extraña, sólo por el hecho de estar ya cómodos con lo aparentemente “dominado”. ¿Por qué
negarnos a abrir los oídos, la mente y el mundo tras la incursión de una palabra, un puñado más
de ellas, que nos lleven a ver y a entender el universo con el color exacto que otras miles pueden
ofrecer?
El mundo es pequeño, incompleto, un balbuceo cuando no hay una voz exacta, que deja en la
lengua la excusa de un baile de palabras que aún no tenemos. El morral se encuentra guardado, la
pereza acentúa sus pliegues mientras el viajero aparece abrigado entre cuatro paredes y un
televisor que tartamudea frases de cliché, una y otra vez repetidas en un juego de copiar y pegar
que viaja a una velocidad incalculable de Mbps para dar la vuelta al mundo y llegar al mismo
emisor.
Para entrar en el juego, basta abrir una cuenta en cualquier red social; no hacer parte de él, es
una locura quijotesca, algo descabellado que roza con lo heroico, como parte de un plan
maquiavélico contra la sordera.
Así, como ese plan peligroso a favor de la individualidad, se da un murmullo de búsqueda de
la palabra, gestado al interior de aulas cuadrúpedas, donde la búsqueda del ser camina
fielmente. Los estudiantes pelean contra la modorra coqueta de nuestros días, finalmente se
sacuden y toman la mochila del viaje; sacan su bitácora para describir el paso de las
mariquitas sobre la mesa de la cafetería y anotan la hora del suceso.
Es momento de la palabra, de escribir a mano alzada y de parafrasear los tonos del camino,
de iniciar el viaje desde el silencio a la palabra a CECAS. Esa es la historia que aquí
contaremos.

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Alexander Vélez Bermudez